Antología de Terror

La Ultima Parranda

En verdad que tengo un gran desconcierto, pese a ello, me da alegría recordarlo, me llamarán loco por lo que estoy a punto de contarles, no diré mas y ustedes mismos lo juzgarán.

En aquella noche de invierno me encontraba muy triste, una extraña soledad se había apoderado de mi alma, una incertidumbre me había golpeado por debajo de mi cuerpo, el frío me era inmune pero aquel sentimiento no. No dejaba de pensar en mi miserable vida, lo tenia todo, dinero, tierras a mi merced, propiedades caras, una gran salud, una familia y amigos que me apreciaban, y sin lugar a duda, una esposa hermosa que me demostraba a cada momento su amor.

No entendía aquella nostalgia. Destapé una botella de champagne y comencé a beber a pequeños tragos en el balcón de mi recamará. El sol se ocultaba haciendo el frío mas propenso. Mis trabajadores ya descansaban, hacían un buen trabajo con las tierras, en recompensa yo les daba el mejor trato que pudiera solventar los gastos de sus propias cosechas, nunca vi en ellos alguna expresión de odio hacia mi, provenía de una familia española y nos hacían llamar Latifundistas. A pesar de ello, cada uno de mis trabajadores tenia asignada una propiedad que en cualquier momento les daría apoyo para su construcción, sin embargo parecían estar felices con lo que les brindaba. Algunos de ellos guardarían la propiedad para sus hijos o al menos eso había escuchado al hablar con ellos.

Mis amigos me restregaban en cada momento mi situación y relación que tenia con mis trabajadores, que no debía ser tan amable y que solo servían para trabajar y no para vestir ropas de clase. En eso se caracterizaban mis trabajadores, siempre vestían bien, tanto ellos como sus familias, les daba un aspecto de clase y no de esclavos.

Tal vez emplee mal las palabras, no quise decir amigos, sino conocidos ambiciosos y egoístas, todos eran iguales, se elevaban por lo que sus padres les habían otorgado creyendo tener el poder para tratar mal a sus esclavos y explotarlos, podía ver en sus ojos el repudio que les tenían, a tal extremo de considerar a sus trabajadores bestias o animales sin pensamiento propio.

En eso se equivocaban, su piel morena solo ocultaba sabiduría, desde siempre les brindaba educación y en ocasiones les prestaba libros que comprendían perfectamente incluso mejor que yo mimsmo. Después entablaba con ellos largas conversaciones y me sorprendiá de tan intelectuales conclusiones.

El crepúsculo me dejaba encantado, los colores sombríos que circundaban a los opacos y morados rayos del sol parecían un arco-iris de luces estrepitozamente resplandecientes. La tarde paso tan lenta dejándome disfrutar del buen sabor del champagne, cuando por fin la noche llegó, salí a dar un paseo, el champagne me había dejado un poco mareado, las calles de Guanajuato que estaban entre montañas se fundían con la oscuridad haciéndome perder en mi camino entre casas rusticas y barrocas, pese a todo ello, llegue al lugar que buscaba, un bar del la ciudad llamado “Piedras Negras”, era un lugar común pero no un bar cualquiera, que se distinguía por recibir solo a hombres de alta clase social.

Me dirigí a la barra, donde un hombre de ropajes finos estaba con copa en mano, era viejo y a simple vista daba una impresión de ser un arrogante español como todos los demás.

- Monsieur, ¿que va a querer? - , dijo el cantinero con un exagerado toque frances, a lo que conteste que me trajera una botella de tequila.

El bar estaba casi vacío, de no ser por un hombre que se ocultaba al fondo. No lo distinguí bien, la luz no llegaba a donde él estaba, se dio cuenta de mi mirada hacia él, y se puso en pie, caminó en mi dirección, y en cuanto la luz le dio en la cara pude distinguir esos ojos claros que me miraban fijamente. Sentí un escalofrío que pronto se borró al darme cuenta que se trataba de Dorian, un amigo mío que hacía mucho tiempo de no vernos, - monseñor, brinde conmigo -, dijo, a lo que con los ojos iluminados asentí que si y se sentó a un lado de mi aun mirándome. Su aspecto era el mismo a como lo recordaba de no ser por una extraordinaria palidez en su piel, elevo su copa dándome la señal para brindar.

- Tanto tiempo viejo amigo, ¿Cómo has estado? -, dije con un gozo increíble, me daba tanta alegría verlo, me hacía recordar tantas cosas, tantos momentos que en mi vida han sido de lo mas significativos.

- Hay de hablar de mi vida que pronto os contaré, en cambio te veo a ti y veo una gran nostalgia, a caso no eras tu quien siempre me llenaba de alegría en vuestra juventud -

Me sorprendió con estas palabras, notó en mi algo que ni mi esposa misma pudo; tenía razón, yo era quien siempre le alegraba el día, quien a pesar de los malos momentos siempre trataba de hacerlo ver cómico, pero que ahora tenía en mi alma una trágica comedia que me consumía por dentro.

- ¿Qué os hace tan infeliz? -, dijo, - No lo se viejo amigo, en verdad que esa ha sido la pregunta más irónica que me puesto, a decir verdad, tengo todo lo que cualquier hombre desearía, más sin embargo un vacío total me sofoca -, su mirada me hacia ver tan transparente ante él que no podía ocultar nada.

- No os preocupeis, solo brindemos por este día -, me dijo dándome consuelo, y así lo hice, levanté la copa y brinde con él.

Su brindis me desconcertó un momento, respiré profundamente y de pronto pensé, ¿Cómo es que él estaba en la ciudad si hacía tiempo que se encontraba en Paris?. No me importo, y brindamos hasta embriagarnos con los mejores licores de la cantina.

Me sentía fuera de control sobre mi mismo, en cambio él parecía como si no hubiese tomado bebida embriagante alguna, mis manos se tambaleaban por la barra, pero aquella alegría que hacía tiempo había perdido ahora estaba conmigo, recordamos juntos todos lo momentos felices que vivimos, por los amoríos que jugábamos, por los pensamientos de Voltaire que en noches de lluvia discutíamos, tantos y tantos recuerdos magníficos que me alegraban el alma. Pasamos toda la noche ahí, hasta aquel momento en que seriamente me dijo al oído - Amigo mío, sabéis por que estoy aquí, habéis recordado vuestro pacto -, en cuanto dijo eso, una visión se formo dentro de mí explotando espontáneamente.

Aquel pacto del que me había hablado lo recordaba, fue la última noche que nos vimos antes de que él partiera a Madrid para continuar sus estudios, y finalmente a Paris. Nos habíamos embriagado tanto como esa noche, juramos algo que había olvidado por completo. Juramos el uno al otro, morir juntos, que si uno de nosotros moría, vendría de inmediato por el otro, el recuerdo me dio miedo y sencillamente me paralice ante aquel juramento de amistad.

Desperté de inmediato, me encontraba en cama junto a mi esposa que pronto le hablé de mi terrible pesadilla, pero me asombré más cuando me cuestiono sobre dónde había estado toda la noche.

Juan, nuestro portero, me había recibido en la madrugada diciendo que un extraño hombre me había traído completamente borracho. Por supuesto me dejo un poco inquieto lo acontecido y en cuanto desayune, me dirigí a la cantina donde había estado bebiendo.

Al entrar a aquel lugar, incluso, me parecía menos abrumador que la noche anterior, pero la peste a alcohol y tabaco aún se impregnaba al olfato facilmente. Salude al cantinero francés y le pedí un momento a lo que accedió sin problemas.

- Monsieur, ¿Llego bien a casa? -, dijo con una sonrisa burlona pero amable a la vez. Parecia limpiar copas de vino vacias que luego depositaba en un estante trasero.

- Cantinero, el hombre con el que estaba anoche, ¿dejó algún recado? -, el hombre me miró fijamente haciendo guiños en entrecejas.

- ¿Que quiere decir monsieur?, ayer solo estaba usted, hablaba y reía sin razón aparente -, - No, no -, dije, - El hombre alto, blanco, de traje negro y ojos claros. -.

- Monsieur, le digo que solo estaba usted, tuve que pedirle se marchara por su propio bien y así lo hizo -. Insistí nuevamente, pero el hombre lo seguía negando.

Regresé a casa con desconcierto, de inmediato Juan me llevo una carta que había llegado desde Paris de la Señora Tondeño que decía lo siguiente:

Madrid, España. 8 de Diciembre de 1930

Señor Mendoza, con el mas triste consuelo le informo de la muerte del señor Dorian López Vergara muy amigo de su familia y de usted.

Tal vez esté esperando por mi, y se que hubiera cumplido su promesa de no ser por mi necedad de vivir.